Aún era temprano cuando me sorprendió su figura espigada, adornada su cabellera con una delgada cinta azulada que hacía juego con su cabello castaño y sus ojos, color ceniza. Sobre su piel tersa, caían unos mechones largos encrespados. La camisa de seda, transparente, dejaba a la imaginación su busto inmaculado y su pantalón descolorido, como lo usan aun las jóvenes, le quedaba ajustado a su sinuosa cintura. De ese momento han pasado más de cinco lustros.
La trajo al Zulia la justa ambición de hacerse periodista, como muchos otros profesionales de la comunicación que hoy se hallan diseminados por todo el país venezolano. Venía de Puerto La Cruz, en donde, veinte años antes había nacido. Su disposición para el estudio fue proverbial. Todo le interesaba; recuerdo como si fuese hoy, nuestras conversaciones después de clases, aspirando ella conocer todos los elementos inherentes al complejo mundo de la comunicación de masas.
Junto a varias compañeras de curso, hizo suyas algunas de mis tareas, en la ocasión en que ocupé la Secretaría General del Colegio Nacional de periodistas en esta región. Fue fecundo el desinteresado apoyo que, en todos los momentos, me brindaron. A ella aprendí a estimarla, más bien a quererla, como se quiere a alguien que no nos desampara. Mientras trabajábamos en tareas conjuntas me mostraba, sin ambages, su dulzura; su alegría; su sonrisa que permanece indeleble en mi memoria; era un elixir estimulante y sutil que me permitía soportar esas horas, algunas de oscuridad y de profundo hastío. Era como tener, en mi corazón, un punto imaginario en donde dormir mis sueños cuando estos ocultaban la pesadumbre de mi alma.
En la ocasión en que se celebró en Cumaná, una de las tantas convenciones nacionales del gremio, ella nos acompañó aprovechando, tal circunstancia, para visitar a su familia. Recuerdo su estado emocional al comentar la felicidad que la embargaba. Asistió a varias de las reuniones que durante esa convención se realizaron: participaba, colaboraba; de manera emprendedora y vivamente interesada por todo aquello que era nuevo para ella. Pero lo hacía con tal diligencia que nada parecía extrañarle. No me sorprendía su agradable presencia, yo estaba acostumbrado a escuchar los acompasados sonidos de sus labios, a ver su cuerpo adorable deslizarse suavemente por las mañanas, por las tarde, a vivir la picardía de sus miradas, a compartir su risa franca y envidiable.
De pronto alguien dijo emocionado: ¡Después de la Convención haremos un viaje en ferry a Margarita ¡ eso será mañana por la mañana. Nos preparamos. Acostumbrada como estaba a vivir esos momentos en su lar nativo, mi amiga se colocó un sombrero que eclipsaba el fuerte sol de ese amanecer; una blusa ligera arremangada a su finísima cintura y unas zapatillas de cuero. Los asambleístas iban con vestimenta adecuada; yo me puse lo primero que encontré en mi maleta; nada confortable. El aire fuerte doblaba su sombrero dejando al descubierto su rostro angelical, amén de su boca acogedora y sus dientes blanquísimos. Sus manos delicadas trataban doblegar la brisa cuyas pinceladas esculpían en un lienzo la esbeltez de su cuerpo que recibía, como una torrencial lluvia, las furtivas miradas de los presentes.
Ya en el ferry boat cada quien buscó la mejor forma de invertir su tiempo: unos y unas se fueron a la barra, otros y otras al restaurante; ella y yo preferimos estar solos, estar cerca para conversar; nos sentamos en la plataforma, sobre una pared de hierro de aquella embarcación roída por el tiempo y el uso incruento. Se trataba de un rincón lateral en el que la brisa y las altas olas del mar de las Antillas mojaban nuestra ropa y, en mucho, nuestros corazones. Jamás la vi sonreír como ese mediodía, jamás la vi tan hermosa y tan contenta; me desarmaban sus miradas; un respeto sublime se impuso entre nosotros, en más de un instante sentí el aroma de sus labios muy de cerca, pero deseché la idea de acariciarlos; lo que más hicimos fue acercarnos hasta que mi cabello y el de ella se abrazaron; sus hombros y los hombros míos se apretujaron; evitamos las sensaciones amorosas anheladas.
El tiempo inclemente se llevó en sus alforjas tantas añoranzas. Se graduó con la más alta distinción, contrajo matrimonio con un buen hombre, tuvo una familia hermosa, distinguida, amada. Su profesión se colmó de tantos éxitos merecidos. Fue corresponsal de una televisora capitalina; y mientras cumplía con la sagrada labor de informar a una teleaudiencia que amaba su imagen y su voz, Dios se la llevó en su sombra: un lamentable accidente de tránsito acabó con la vida de aquella periodista singular, con aquella madre amorosa,
esposa fiel…..comunicadora social, sin tacha, que convirtió mis mejores días en un acto de fe en la existencia humana. En ella creí siempre, en ella seguiré creyendo; a ella la recordaré, en la más gozosa plenitud, el resto de mis días.
jueves, 8 de diciembre de 2011
ELLA ENVOLVIÓ DE LUZ MIS DIAS
Una llamada a mi celular me habló por vez primera de su existencia; su vida transcurría como la de tantas jóvenes de mi progresiva ciudad, ausente de la mía; fue una voz serena, segura, sonora y vibrante que endulzó mis atónitos oídos. Quién será, me pregunté sobresaltado; aunque habituado estoy a escuchar distintas voces; aquella me dejó perplejo. Percibí, a través de su ritmo y de su tono, a una persona joven, directa, sencilla, de rico léxico y de amabilidad plena. Su imagen corporal, por supuesto era, para mi, un enigma. No sé el por qué, pero mi sorprendida mente la imaginó muy diferente a como mis ojos la admiraron algunos días después.
Ese grato momento lo viví una tarde muy lluviosa de noviembre. Sus palabras quedaron tan indeleblemente grabadas en mí, que se repetían incesantemente una y otra vez, tanto así, que durante la noche de ese día, sus frases coherentes la repetían los ecos sonoros de esas horas lluviosas y frías. Me ofreció una información pero no fue ello lo que yo guardé; fue el sonido grato de sus labios que competían con las suaves brisas de nuestro hermoso lago lo que se depositó en mi angustiado corazón.
Durante las horas tumultuosas de los días en que se reproducía como un bello estribillo su voz, mi alma buscaba adelantar el tiempo para verla, para vivirla, para saber cómo era; para saber si era alta o pequeña; para palpar con la mirada el color de su piel, de sus ojos, escuchar su risa; y sobre todo conocer la armonía de su cuerpo. Pude haberle preguntado a alguien cómo era; no me atreví porque preferí que mis sentidos despejaran, a su tiempo, tantas incógnitas. Mi mente en las continuas noches de mis desvelos la veía trigueña, de pelo rizado; otras veces la veía diminuta de pelo lacio, con los ojos grandes y nariz pequeña; más de una vez la visualicé sentada frente a una casa desconocida, cargado el frente de amapolas y cipreses.
Durante la mañana del día en que debí tratarla me levanté de madrugada, somnoliento, como cuando alguien sin saber qué le espera, deberá cruzar la línea divisoria entre el presente seguro y el futuro incierto. Yo me preguntaba el por qué de mi estupor y ansiedad. No encontraba respuestas. Las horas corrieron porque yo las impulsaba con la fuerza que esparcían los acompasados latidos de mi corazón. Por fin la escena estaba frente a mí; la deseaba pero al mismo tiempo me producía angustia y desasosiego.
Mucha gente importante me esperaba, comenzaba la reunión; ella no estaba, me dio la sensación, desde el primer instante, que era ella el alma de ese feliz acontecimiento; la llamaron….la puerta que se hallaba cerrada se abrió para darle paso a una de las mujeres más hermosas que yo haya conocido.
Alta, esbelta, bien proporcionada, de sencilla y estimulante presencia, de piel muy blanca, con el cabello rubio recogido; ataviada con un uniforme azul marino que hacía juego con sus brillantes y vívidos ojos verdes; se trataba de una diosa que emergía de los augustos libros que nos hablan de la historia griega. Asombrado quedé, no pude pronunciar palabra alguna, al contemplar sin respirar a aquella joven tan hermosa que yo jamás había visto, que vive en mi misma ciudad, en mis predios, en dónde pude haberla visto pero que mis ojos ciegos despertaron tarde al amanecer de los días que Dios quiso que ella viviese para llenar de luz mi alma sofocada y silente.
Ese grato momento lo viví una tarde muy lluviosa de noviembre. Sus palabras quedaron tan indeleblemente grabadas en mí, que se repetían incesantemente una y otra vez, tanto así, que durante la noche de ese día, sus frases coherentes la repetían los ecos sonoros de esas horas lluviosas y frías. Me ofreció una información pero no fue ello lo que yo guardé; fue el sonido grato de sus labios que competían con las suaves brisas de nuestro hermoso lago lo que se depositó en mi angustiado corazón.
Durante las horas tumultuosas de los días en que se reproducía como un bello estribillo su voz, mi alma buscaba adelantar el tiempo para verla, para vivirla, para saber cómo era; para saber si era alta o pequeña; para palpar con la mirada el color de su piel, de sus ojos, escuchar su risa; y sobre todo conocer la armonía de su cuerpo. Pude haberle preguntado a alguien cómo era; no me atreví porque preferí que mis sentidos despejaran, a su tiempo, tantas incógnitas. Mi mente en las continuas noches de mis desvelos la veía trigueña, de pelo rizado; otras veces la veía diminuta de pelo lacio, con los ojos grandes y nariz pequeña; más de una vez la visualicé sentada frente a una casa desconocida, cargado el frente de amapolas y cipreses.
Durante la mañana del día en que debí tratarla me levanté de madrugada, somnoliento, como cuando alguien sin saber qué le espera, deberá cruzar la línea divisoria entre el presente seguro y el futuro incierto. Yo me preguntaba el por qué de mi estupor y ansiedad. No encontraba respuestas. Las horas corrieron porque yo las impulsaba con la fuerza que esparcían los acompasados latidos de mi corazón. Por fin la escena estaba frente a mí; la deseaba pero al mismo tiempo me producía angustia y desasosiego.
Mucha gente importante me esperaba, comenzaba la reunión; ella no estaba, me dio la sensación, desde el primer instante, que era ella el alma de ese feliz acontecimiento; la llamaron….la puerta que se hallaba cerrada se abrió para darle paso a una de las mujeres más hermosas que yo haya conocido.
Alta, esbelta, bien proporcionada, de sencilla y estimulante presencia, de piel muy blanca, con el cabello rubio recogido; ataviada con un uniforme azul marino que hacía juego con sus brillantes y vívidos ojos verdes; se trataba de una diosa que emergía de los augustos libros que nos hablan de la historia griega. Asombrado quedé, no pude pronunciar palabra alguna, al contemplar sin respirar a aquella joven tan hermosa que yo jamás había visto, que vive en mi misma ciudad, en mis predios, en dónde pude haberla visto pero que mis ojos ciegos despertaron tarde al amanecer de los días que Dios quiso que ella viviese para llenar de luz mi alma sofocada y silente.
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