Suaves notas musicales escapaban de la vieja pianola esparciéndose en los diminutos espacios, de aquel recinto sagrado. Eran sonidos por mí, nunca antes escuchados, los que acompañaron su entrada triunfal, desde el umbral de la puerta principal, construida de madera cobriza y adornada de vitrales alegóricos a la cristiandad. Se apreciaba en ella una singular prestancia, al desplazarse sobre la alfombra roja, que conducía al altar de la iglesia, en la que todos los objetos, grandes o pequeños, brillaban. La sinfónica melodía detallaba sus delicados pasos, al tiempo que los asistentes buscaban, presurosos, el lugar más cercano para admirarla.
Su silueta se iluminaba, a la luz de las lámparas vidriosas, ubicadas estratégicamente, en ese lugar irrepetible. La iglesia se hallaba atestada de creyentes porque ese acontecimiento marcaría el futuro de dos seres que mantuvieron unidas sus manos, en actitud amorosa, durante toda la ceremonia.
Ella hubiese pasado por una mujer común de no haber sido por la energía, que envolvía su cuerpo en aquella confusión de seres iguales. Su figura semejaba a la estrella que navega en el mar de los cielos. Como la fruta que brota de la tierra, dulce y jugosa; como el ave que cubre, con sus alas primorosas, la inmensidad del cosmos.
Yo era un extrañó para esas personas que, con dignidad, presenciaban el memorable acontecimiento. A ella la vi pasar frente a mí, frente a todos, con solemnidad y aplomo. Su estatura, más elevada que el promedio de las mujeres de su tierra; el cabello castaño recogido, cruzado por crespones amarillos y negros; el cuello alto y desnudo, un vestido verde ajustado al insinuante cuerpo, el perfil griego, los ojos verdosos, sus zapatillas elevadas y su caminar erguido, hacían de ella una mujer incomparable.
Con las manos juntas y en actitud serena, se ubicó con su cortejo, frente al altar…
Desde mi lugar distante, envidié al sacerdote que presidió la ceremonia, porque él si podía verla de cerca; envidié a los presentes porque algo en común tenían con ella. Mientras yo, lejos de su aliento, de su alma y del mundo que la rodeaba, sólo era dueño de mis ojos que la miraban como el sediento mira el agua, como el hambriento recoge del suelo un pedazo de pan, como el pecador que pide al Señor amparo, como el desahuciado que espera, con resignación, la muerte.
Concluyó la ceremonia…
Pasaron los minutos. La iglesia se quedó a solas: sin una luz, sin un suspiro, sin una oración. Los creyentes se retiraron alborozados, riéndose, abrazándose. Mientras yo buscaba, en el intrincado tumulto, al ser que robó mis sueños; a la mujer que prendió una lumbre en la oscura vereda de mi vida. Observé, al pasar las horas, que ella ya no estaba….
Un espíritu piadoso, al verme desconsolado y vagar sin rumbo, me susurró al oído que el ángel que afanosamente buscaba lo cubrió la obscuridad de la noche. Desde entonces ha sido incesante la búsqueda….los pedregosos caminos, el aire, la lluvia, el sol, las estrellas; todos los elementos de la naturaleza son testigos de la fortaleza de mis pies que mitigan sus dolores sin hallarla. ¿En dónde está la desvanecida esperanza que animó, por unas horas, mi corazón? ¿Cómo encontrarla? ¿A quién indago por su ausencia?
Ya no importa…
Ya no quiero soportar tanto hastío ni aguantar tan desoladora espera, porque sin verla, sin sentirla yo sé dónde se encuentra…ella está aquí, muy dentro de mi ser, prendida a mí alma, unida a la recordación que me lastima; ella se halla fundida a los dolores que vagan en el Gran Laberinto en que se ha convertido mi existencia.
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