Tantos y tan largos amaneceres han dejado rastros indelebles en nuestras vidas. Lo dicen lo algodonado del cabello, las fisuras de la cara, la flacidez del cuerpo, el lento caminar, el chasquido de los huesos, el cansancio, la respiración forzosa, la temblorosa voz, la confusa memoria, los ojos marchitos. Lo propalan, en tímido silencio, hijos y nietos, al arrullarnos con palabras cariñosas, que suben de emoción a medida que los primeros maduran; los segundos crecen y nuestros años pasan; lo manifiestan los chicos y las chicas que encontramos en la calle, cuando nos obsequian sus sonrisas respetuosas. Hemos envejecido cuando los amigos nos dicen, con amable hipocresía, que no aparentamos la edad que tenemos. Hemos envejecido al recordar, a cada instante, los venerados caminos transitados.
Amor, tú y yo sabemos que es la luz de la vida que se nos apaga lentamente, como se apaga la llama de una vela al derretir, sobre sí misma, la esperma que la sostiene.
Hemos envejecido porque nuestros ojos ya no ven el alto vuelo de las aves; porque nuestros oídos no escuchan, con nitidez, sus cantos; porque el ambiente de la ciudad nos aturde; porque los gritos alborozados de la gente apaga nuestras débiles voces; porque la luz de la luna no entra a nuestros aposentos y porque los jóvenes nos ofrecen, la bondad de su alma y la fuerza de sus manos, para ayudarnos a cruzar las congestionadas vías.
Hemos envejecido, porque al tocar las rosas; el temblor de las manos hace que sus espinas protectoras derramen entre nuestros dedos, hilos de sangre; o porque al caminar por el amplio frente de la casa, nos asimos a las paredes o los portones para no caer sobre las multicolores baldosas que recubren sus pisos.
Hemos envejecido al creer que el presente es un remedo del pasado viendo a la juventud de hoy, desenfrenada, olvidando que la nuestra no fue menos turbulenta. Hemos envejecido al observar a niños y adolescentes manipular, con alucinante destreza, el sinfín de aparatos electrónicos que inundan el mercado. Al comparar esta época con los años en que sólo conocimos los teléfonos de esfera rodante; o al recordar cuando escribíamos en las máquinas Remington u Olympia. Hemos envejecido al recordar, cuando tú jugabas con las muñecas de trapo y yo con los avioncitos de hierro. Al pensar sobre todo eso, nos percatamos del enorme salto que la tecnología ha dado y lo distante que hemos vivido de ella.
Amor, tú y yo sabemos que es la luz de la vida que se nos apaga lentamente, como se apaga la llama de una vela al derretir, sobre sí misma, la esperma que la sostiene.
Hemos envejecido al ver que la fuerza con la que nos amamos disminuye, como disminuye el caudal de los ríos cuando el inclemente verano evapora sus aguas. Cuando la pasión, vivida en la juventud, se ha transformado en la quietud amorosa de hoy. Y que, del volcán en erupción que fuimos, sólo queda un cerro yermo, triste y silente.
Hemos envejecido cuando aspiramos que el tiempo que nos queda se convierta en oración permanente de gratitud hacia Dios. Cuando le pedimos al Supremo Creador que nuestros errores reciban de quienes han vivido bajo nuestro amparo, la benevolencia de la comprensión y, que las virtudes que elevaron el valor de nuestras almas, se transformen en resplandores que iluminen los dilatados caminos que habrán de recorrer los seres que dejamos.
Amor, tú y yo sabemos que es la luz de la vida que se nos apaga lentamente, como se apaga la llama de una vela al derretir, sobre sí misma, la esperma que la sostiene.
Hemos envejecido cuando transmitimos a los seres queridos, la idea de que la vejez es, por fortuna, una época que transitamos gozosos de felicidad; ungidos de fe ciega en los supremos poderes de la existencia; que es el natural final de un ciclo de vida y el espigar de los retoños, cuyo trepidar insaciable se inició hace ya mucho tiempo.
Hemos envejecido al aceptar resignados que la vejez y con ella la extinción de la vida, constituye el mandato inquebrantable de la ley de la existencia que jamás será alterada.
Amor, en esta etapa, que ojalá se alargue como se alarga el saber que nos amaremos eternamente, repitamos la canción que juntos cantamos, que muchas veces bailamos; pero hagámoslo aceptando que en otro lugar del Universo, en donde la divina voluntad de Dios también es fecunda, tú volverás a jugar con las muñecas de trabajo y yo con los avioncitos de hierro……
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