Vino de Potreritos, paraje de La Cañada de Urdaneta.
Salió, huyendo del hombre, del hambre, de la miseria.
Era de cabeza rapada; cara ovalada que, ocultaba sus ojos vidriosos, penetrantes; verdes como las hojas del mangle.
Cejas espesas y arqueadas. Tosco como una piedra…
Figura redonda, piernas gruesas y encorvadas.
Andaba con la pesadez del hombre abandonado por la vida, olvidado del amor.
Huérfano de las mínimas provisiones que el destino dispensa a los seres humanos.
Sus carnes abundantes y fofas, resbalaban por encima de los anchos pantalones.
La correa sucia, pendiente de una hebilla de metal bruñido, amarraba el voluminoso y pegajoso cuerpo.
Aquel hombre huraño, sin fortuna, acostumbraba sentarse sobre una enorme silla de madera húmeda. En la calle, al frente de la Iglesia del pueblo.
Una tarde en que los rayos del sol se volvían penumbras y la carretera empezaba a cubrirse de sombras, una niña pequeña, muy menuda, cruzó la calle.
El vehículo que, con prisa y grandes ruedas pisaba el asfalto, chocó contra una mole que se interpuso entre éste y la pequeña.
La fuerza descomunal que lo detuvo fue el cuerpo de aquel pordiosero, cuyo sacrifico salvó una vida primorosa. Evitó que la niña besara, con su sangre inocente, la calurosa e irregular superficie en la que se esparcieron sus vísceras.
El destino triunfal del cañadero fue salvar, la existencia ignorada de su nieta. El tiempo, que por su mente jamás pasó, no pudo anunciarle que el hijo que lo despreciaba, se vino a vivir a estas comarcas…
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