sábado, 17 de septiembre de 2011

DOLOR DE AUSENCIA (Prosa Poética)




La rutina nos acercó tanto, que era imposible dejar de contemplar su rostro ni admirar su sonrisa, cada mañana, cada tarde, cada momento, cada instante; ni ver su selecto vestir, ni dejar de percibir su fresco aliento,  ni ver sus ojos de otoño;  ni admirar su cimbreante cuerpo inmarcesible  Ella me  dedicaba  frases cariñosas, respetuosas, que fueron penetrando mí ser, olvidando mi alma que no era amor lo transmitido, sólo admiración, consideración y afecto. Pero de tanto repetirse, las palabras, suyas y las palabras mías, fueron adquiriendo el matiz de los ensueños. Le pregunto a los doctos, a los escritores y poetas; a los que saben de semántica, cómo una frase puede ser hoy una cosa y mañana otra; cómo una palabra puede significar, hoy cariño y mañana amor; qué fuerza superior entrelazaba los significados de los términos que pronunciaban sus  labios y los míos; qué extraña sensación envolvían, nuestras miradas esquivas……

El destino  cambió mi vereda una noche fría; ella se mantuvo allí, en el lugar de siempre, soportando  el sufrimiento inmerecido; el doblar la cerviz, cuando la fuerza de la arrogancia varonil se lo imponían. Yo preferí volar para no verla  sufrir, huir que enfrentarme a la fuerza bruta que la envolvía. No era miedo al rufián, la causa que me alejaba; era el dolor mío, que manaba del dolor de ella, lo que me hacía partir; como se aleja el pájaro del nido al ver al enemigo romper el hábitat que él, con tanto esfuerzo, ha construido.

El no verla, el no poder  contemplar su rostro, el no escuchar los latidos de su corazón, el no percibirla desplazarse airosa, por los pasillos brillosos de los caminos de siempre; el no recibir de ella ni  el más débil suspiro, fueron cavando profundas huellas en mi mente; yo deletreaba su nombre, de tanto repetirlo; yo traía del pasado su vida, en cada pensamiento. Soñé con ella muchas veces: la veía despierta, andante con su cabello de negro azabache, a veces suelto, otras veces recogido.

Cansado de llorar en silencio, decidí juntar su vida con la mía,  romper, como fuese,  las cadenas que la oprimían; no pude soportar más el hastío, ni el dolor ni el egoísmo que consumían mi vida. Al regresar al lar, donde antes vivimos, pregunté por ella, sin mengua, sin cansancio, sin sentir mis pies adoloridos; pero nadie hablaba, nadie respondía, hasta que un niño andrajoso, me dijo con dulce voz, la cara sucia y  los ojos vivos: ¿Usted, señor, busca a mi mami? ¿Quién es tu mami, mijo?, María, señor, María, la que trabajaba  en la oficina del ferrocarril; Sí, le respondí, ella ya no está en casa, Señor, se fue ayer con Dios ¿no lo sabía?





                                                            

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