martes, 20 de septiembre de 2011

LA FAMILIA KOSLOV (Prosa Poética)

Llegó a esa inhóspita tierra un día de agosto, cuando el sol proyectaba sus rayos perpendiculares. El viento seco y sofocante remolinaba el largo cabello rubio hasta cubrir su rostro finísimo. Sus manos adolescentes sacudían el copioso sudor que manaba de la piel blanquísima y sus ojos azules se escondían debajo de los párpados sombreados. Vestía un blue jean ajustado, que resaltaba su silueta y una camisa arremangada, que dejaba a la intemperie su angosta y preciosa cintura. Caminaba rauda por una de las carreteras de arena, tan familiares en ese pueblo al que el destino la lanzó en procura de una nueva esperanza. Milenka no estaba sola.

La familia Koslov: Mihail, el padre; Ayshane, la madre; Mishia, la abuela; la infanta Dasha y ella habían llegado, de lejanas comarcas, a ese pueblo atrasado: sin servicios públicos; de suelo árido y somnolientos amaneceres; cubierto de una vegetación xerófitica, en donde la vida, de sus habitantes, cabalgaba a pasos muy lentos. Esto no les importaba porque lo buscado afanosamente, era la libertad negada en su país de origen. Libertad para hablar y reír, para dejar volar, en el abierto cielo, sus alegrías y dolores represados. Y este suelo inhóspito les ofrecía el preciado don, no solo de conocer ese derecho sino de gozarlo en su anchurosa plenitud.

El pueblo de San Antonio significó, para la familia Koslov, la tierra prometida. Qué hubo de ocurrir para que escogieran por morada a este pueblo de naturaleza tan hostil. Esta interrogante se pierde en el misterio insondable de los tiempos. Debió ser duro y difícil el periplo, desde su lugar patrio hasta ese pueblo abandonado; de tantas horas transcurridas, de tantos y apremiantes sufrimientos compartidos.

Qué aspecto tenían los miembros de esta familia: Mihail Koslov era de mediana estatura, tez muy blanca, cabello castaño y modales finos. Su mirada, profunda, traslucía un mundo interior cargado de ambiciones truncas. Su don de gente, amabilidad y gentileza fueron reconocidos por una población reacia a aceptar a los extranjeros. Junto a su familia soñaba alcanzar un mundo mejor. Ayshane, que lo seguía con resignación, encantaba por la hermosura de su cuerpo espigado y facciones, que se agrandaban por la fuerza insinuante de sus azulados ojos. La rizada cabellera jugaba con el viento iracundo. La abuela Mishia, regordeta y alta, de caminar dificultoso, exteriorizaba los síntomas inequívocos de alguna enfermedad coronaria, y las niñas: la menor Dasha: delgada, con el cabello rubio recogido, mecía su diminuto cuerpo en un sencillo vestido rojo. Y Milenka, radiante, de sonrisa angelical, jugaba con el tiempo, entonando una conocida canción de su país.

A pesar de la pobreza bullía, en sus corazones, el deseo grande de la superación. Dios no abandona a los seres que creen en su divina gracia. De allí que, desde el primer instante, Mihail Koslov consiguió trabajo en la principal empresa del pueblo. Su formal apariencia, unida a su educación académica, le ayudó a resolver la difícil situación económica. Rentó una pequeña vivienda, ubicada en el centro del poblado y allí, poco a poco, su familia despertó del letargo en que el tiempo, inmediatamente anterior, los había sumido. La prosperidad reinó en el nuevo recinto. Ahora lo inmediato era inscribir a las niñas en alguna escuela y liceo. Dasha debía cursar el quinto grado y Milenka estaba lista para ingresar a la secundaria. La primera fue inscrita en el Colegio “San Martín Arcángel” y la mayor en el Instituto diocesano “San Antonio”. Ayshane, diligente y emprendedora, se dedicó al cuidado de la modesta residencia, de su esposo y a la atención de sus hijas y de su madre. El tiempo había despejado, temporalmente, los nubarrones que enrarecieron los comienzos de la estadía en San Antonio.

Dasha era una niña aplicada. Sus maestros y maestras reconocían su esfuerzo por destacarse. Se distinguía por su educación doméstica. Su racionamiento verbal y matemático era proverbial. La afición por la lectura fue afinando su rendimiento. Preocupaba, sí, su delicada delgadez y su apatía por las actividades deportivas. Pero al concluir la educación primaria; los dos años que había pasado en su amado colegio, habían hecho el milagro de aumentar su complexión física y mostrar en ella los primeros encantos de la adolescencia.

Milenka era muy diferente en lo corporal, no así en la afición por los estudios, que la convirtió en una de las alumnas más aventajadas del Liceo. A los quince años, cuando aún cursaba el tercer año del ciclo básico, su cuerpo escultural; los ojos azules brillantes, su boca carnosa y la cabellera rubia, hacían de Milenka, objeto de la mirada atrevida de sus compañeros y de la envidia de sus compañeras de curso. Había algo especial en ella: no se dejaba seducir por los halagos ni alterar por las críticas; era sus estudios la razón de existir. Ocultaba, en el trasfondo de su fuerte personalidad, una gran ansiedad por destacarse, por demostrar cuánto valía. Cuando estudiaba, en esas tardes solitarias, no se percataba que sus desordenados mechones de oro, cubrían sus pupilas inquietas deslizándose, como un manantial, por sus mejillas color de hicaco.

La adorable Mishia, sufría de una severa patología coronaria. El implacable clima de San Antonio aceleró el mal que minaba sus facultades físicas y mentales. Una tarde cayó en cama para no recuperarse. La familia la recordaba viva, plena de vitalidad. De carácter fuerte, amasado al compás del trabajo de campo en la lejana tierra de la Rusia comunista. Su deceso dejó un profundo dolor y un llanto contenido, en aquellos seres acostumbrados a vivir inmersos en un ambiente de hostilidad y de amargura.

Algunos meses después volvió, por sus fueros, la desgracia. Mihail Koslov sufrió un accidente de trabajo muriendo meses después. Sus restos fueron sepultados en el viejo cementerio de San Antonio. La familia quedaba desguarnecida. Todo parecía derrumbarse por la desaparición física de quien había sido buen padre, esposo fiel y ciudadano ejemplar. Con su pérdida la familia quedaba a la deriva. Pero, en las horas de apremio, Dios da fuerzas a quienes suplen las flaquezas de los seres ausentes. Ayshane lo hizo, sin dilación, Sus ingentes reservas humanas dieron un paso adelante para enfrentar la adversidad y juró luchar por la supervivencia de sus hijas. Su temperamento sereno no se amilanó ante el infeliz presente. Tuvo en su hija Milenka, el más sólido soporte quien al tiempo de llorar por la irreparable pérdida de su amado padre se enfrentó, con aplomo, a la adversidad.

Ayshane, Milenka y Dasha, a pesar de los esfuerzos no lograron concretar el porvenir deseado en San Antonio; en ese pueblo que años atrás, les procuró mucha fe y expectantes ambiciones. Después de algunos meses perdieron la casa que, Mihail había adquirido, luego de tantos esfuerzos. El Colegio San Martín Arcángel, becó, por algunos meses, a Dasha, pero al final se vio imposibilitado de continuar haciéndolo. Milenka tuvo que retirarse del Liceo diocesano San Antonio en el que sus profesores la admiraban. Los días se hicieron largos. La adversidad hundió en la más absurda pobreza a las sobrevivientes de la familia Koslov. Cuentan amigos y vecinos que una mañana de diciembre, día de la navidad, las vieron abordar uno de los autobuses de San Antonio con destino incierto…tal vez para visitar otro pueblo y recomenzar la lucha tenaz por la libertad.



NO FUE SU CULPA (Prosa Poética)

Él respiraba en el vientre de la madre, tan ausente de todo, como para adivinar las adversas circunstancias de su nacimiento. Los hados, que circundaban los íntimos espacios del la cama de la primeriza, sí lo sabían. Se miraban fijamente. Se comunicaban de esa manera porque son los celosos guardianes de la vida; ellos saben cómo se nace, cómo se vive y cómo se muere. Están inequívocamente seguros que unos seres nacen sanos; que otros medio nacen o medio mueren y que el resto, no verá la luz del sol, ni menos aflorar su primer llanto.

Antonio Ramón fue producto de un parto de condiciones muy precarias. Eran los tiempos en que las parturientas no contaban con la atención médica a tiempo. No es como ahora que los padres conocen, con antelación, el sexo del futuro ser, su fecha de nacimiento y su fijación en el vientre materno. Antonio Ramón se hallaba, en posición anormal. Fue menester que la comadrona luchara tenazmente para viabilizar su salida a la luz del sol y la parturienta soportara, por horas, el dolor inenarrable del alumbramiento. La asistente haló, con sostenida fuerza, su cabeza para extraerlo de la placenta donde, por nueve meses, se construyó su mente y su cuerpo. La madre quedó exhausta. El recién nacido estaba presente allí, apegado a la esperanza de la sobrevivencia. De haber nacido hoy, otra historia fuese la suya. No había razón, mi Dios, para que su nacimiento haya sido lo que fue.

No hay criatura más indefensa que el hombre. La fragilidad estructural y funcional de sus sistemas, lo hacen un ser desguarnecido y dependiente. El cerebro, es lo más complejo de su morfología. Esa parte precisamente del sistema nervioso, fue la lesión que sufrió Antonio Ramón durante el alumbramiento. Desde entonces, la fisiología del centro de su vida orgánica, presentó características especiales. Caminó muy tarde, dando tumbos. Su cabeza grande, sin proporción con el resto del cuerpo, se golpeaba contra el piso y las paredes. Estos choques constantes, con diversidad de objetos, le ocasionaron daños irreparables a su organismo.

Llegó a hablar cuando hacía muchas lunas, que los otros niños jugaban con las palabras y construían, un sinfín de cosas, con sus ideas. Mientras él observaba, distraído el universo de imágenes, que le era adverso. Sin embargo no lloraba porque su psiquis estaba ocupada moldeando su propio mundo, un sitio especial en el cual ubicar lo que sería su mañana. Era su singular entorno que lo amenazaba con dejarlo estancado en el camino espinoso de su desarrollo físico y espiritual.

Pasaron dormidos los años. Su niñez solitaria, desapercibida, era comentada por la familia. Antonio Ramón no podía ser más de lo que fue. Luego de tres lustros, en los que pasaba la mayor parte del tiempo en el piso, sus padres notaron que las piernas de Antonio Ramón, se fortalecían; su cabeza voluminosa poco a poco se fue sosteniendo sobre éstas y las palabras, unidas a su adorable sonrisa, fluían de sus labios gruesos, como silbidos, que comenzaron a alegrar el ambiente en el que antes convivían la tristeza y el silencio. Pero el amor por los juegos y la inclinación por los estudios se mantenían alejados del joven que, hablando más o menos bien, a los dieciséis años, miraba los alrededores con desdén, sin el interés propio de las personas de su edad. Así creció. A duras apenas pudo obtener el certificado de educación primaria, ayudado por sus maestros y compañeros de clase, que comprendían su dificultad para entender los más elementales problemas que se asociaban al dominio del conocimiento.

Era evidente que se trataba de un muchacho con un marcado retraso mental, pero esa limitación no pudo disminuir su don de gente, su calidad humana, y su capacidad de relacionarse con sus semejantes. Además creció más que sus hermanos. Era fuerte. Sus brazos hercúleos; sus piernas grandes y su espíritu infantil llamaban la atención de propios y extraños. Antonio Ramón fue un ser único. Era bueno, amable con los niños; amaba a sus padres, a sus hermanos, a todos….Por su limitada capacidad de pensar, fue incapaz de albergar el mal. Y, aunque no podía resolver los más menudos problemas, por simples que fuesen; a la hora de enfrentar el porvenir, lo hacía con la fuerza que bullía en su alma inocente y bienhechora. Su actitud y conducta eran sorprendentes. Irradiaban amor y esperanza. Era locuaz, comunicativo y cariñoso ¿Cómo pudo un individuo que nació de milagro; con una desproporción física tan notoria, levantarse de la nada, para alcanzar el don de la gracia? Sólo Dios lo sabe.


EL SORDOMUDO (Prosa Poética)
Los fines de semana, llegaba a la casa de su fallecida hermana Elisa, único pariente con quien había mantenido estrecha comunicación. Fueron dos hermanos muy apegados a la devoción cristiana. Elisa lo ayudaba en la alimentación y el vestuario, pero él siempre vivió alejado. Sus padres murieron, hacía ya algunos años, víctimas de una epidemia que asoló esa región. La vivienda estaba ubicada en la Urbanización El Araguaney, Pero Eligio como se llamaba el sordomudo, continuó manteniendo relaciones de mutua consideración con su cuñado Hermenegildo Palacio. Allí se cambiaba de ropa. Un blue jean, desteñido, una franela blanca, casi siempre con un mensaje político en el centro y una gorra que usaba de lado, bastante usada, cubrían la figura del sordomudo. Los sábados y domingos, sin importar las inclemencias del tiempo, se escuchaban los sonidos destemplados, que salían de su garganta. Andaba por las calles de la urbanización, informándoles a sus clientes que estaba listo para limpiarles sus carros.

Eligio Querales era un hombre de baja estatura, delgado y pálido; de cara puntiaguda, nariz aguileña, orejas grandes como abanicos y ojos saltones. Sobrepasaba los sesenta años. Por cierto que a pesar de todo no los aparentaba porque, como dice el conocido refrán: burro chiquito, siempre es pollino. Pero, a pesar de su débil apariencia, sus brazos y manos eran fuertes. Generalmente limpiaba más de doce autos cada fin de semana. Constituía su único ingreso. Decía que lo que ganaba le alcanzaba para cubrir sus necesidades. Toda su familia había muerto y vivía solo en Sabaneta Larga, un lugar cercano a la capital de su Estado. Tenía algunos amigos; sus clientes le habían tomado, además de cariño, confianza. Jamás pedía dinero; sólo trabajo. Era honrado en su vida y en el desempeño de su oficio.

El Sordomudo poseía hábitos muy peculiares. O se trataba de un mal comerciante o fue un hombre demasiado honesto, porque al llamarlo para que aseara nuestro carro, se asomaba por las rendijas del garaje y si no lo veía sucio me decía: ulio…tá…limpio. Y caminando rápido, se retiraba en procura de otros clientes cuyos carros, por lógica, debían estar muy necesitados de gamuza. Qué le importa a un limpiador de vehículos, si las unidades están sucias o brillantes; pero el sordomudo era diferente. Su mundo se había transformado en un sedoso mural en el cual se dibujaba un cúmulo de imágenes transparentes que hablaban de su positivo comportamiento moral. Sin embargo algunas vecinas desconfiaban de él; lo miraban con desdén. Debió ser porque, ante la sospecha de algún percance conyugal, levantaba sus dos manos, las colocaba sobre su cabeza y decía con vehemencia: ca…cho.

Se trataba de una persona bullosa e intranquila. Yo escuché, más de una vez, a los vecinos afirmar: ¡Cónchale, si ese mudo hablara…. a veces yo, trataba de hablarle por señas, que aspiraba entendiera, pero era entonces cuando él trataba hacía esfuerzos por elaborar un discurso, tan enredado…tan complicado, que jamás llegué a entender. Por ello fue muy difícil tratarlo. Su presencia, a pesar de la bulla, era desapercibida por un universo de hombres y mujeres que no tratan de comprender que los minusválidos y el sordomudo lo era en mucho, merecen un trato especial y que, en ocasiones, debemos pasar por alto algunas de sus debilidades.

Otra costumbre que tenía: no usaba ningún tipo de líquido limpiador. Solo agua y detergente para los cauchos. Los trapos que utilizaba generalmente se hallaban deshilachados y un pote también recubierto de consignas políticas, era su carta de presentación. Sin embrago lavaba con mucho esmero los autos y les quitaba el polvo a los tableros y cojines. Nada más. Cobraba lo justo. Seguramente averiguaba las tarifas en los auto lavados. Su servicio a domicilio constituía una gran ventaja para sus clientes que no hacían esas largas esperas en los establecimientos acostumbrados. Otra característica muy simpática del sordomudo era, que cuando alguien se negaba a “gamucear” más de una vez, les transmitía al resto de sus clientes la idea de que fulano de tal era tacaño, dándose una fuerte palmada en el codo izquierdo, señal muy zuliana de llamar a alguien duro para gastar.

Los meses pasaron y el sordomudo no volvió a aparecer por la Urbanización en la que con tanto afán trabajaba los fines de semana. Varios vecinos, en especial sus clientes preguntábamos por su paradero. Alguien nos dijo que el sordomudo estaba muy enfermo. La noticia definitiva nos llegó una tarde pesada y lluviosa: el sordomudo acababa de morir en su humilde casita de Sabaneta Larga. Lo acompañamos hasta su última morada. Muy pocas personas se enteraron de su partida, tal vez porque no fue un hombre famoso…sin embargo, aunque hayan pasado los años por los predios de la Urbanización “El Araguaney” se escuchan los fines de semana, los gritos del sordomudo avisándole a sus clientes que está frente al garaje de las casas para lavarles sus automóviles.

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