Una mujer, copia del pasado, estaba frente a mí, esa mañana, muy fría, de junio.
Su amada figura regresó, por un instante largo a la vida, navegando en el manantial de recuerdos que la atan a mis sueños y desvelos.
Los contornos de la cara y las líneas de su cuerpo eran idénticos a los del volcánico ayer.
El fulgor de sus ojos, negros y brillantes, titilaba al trasluz del espejo, testigo de las noches, en las que mi alma la incorpora, permanentemente, al acontecer de los días.
La mujer ausente por tantos años, estaba ahora frente a mí, como si el reloj del mundo se hubiese detenido para conservar intacta su imagen adorable.
Treinta años, que la ausencia hizo demasiado largos, retrocedieron en ese instante. Hechos memorables, adormecidos en la cuna del tiempo, se agolparon en mi mente.
¿Era ella, en verdad, que volvía a la vida? Yo la ví allí, grácil y juvenil, idéntica al duro momento en que lloré su dolorosa partida.
¿Cómo decirle que soy yo, envejecido y cansado, el que la amó y que sería capaz de morir una y otra vez por ella?
¿Cómo recordarle que mis besos acariciaron su rostro y que ella correspondía a mis deseos?
¿Cómo puede mantener, la mujer de mis sueños clara mi imagen luego de tan larga espera, si ella es la misma mujer adorable del pasado, que contrasta con la desgarbada figura mía del presente?
La seguí en silencio…
En oscuro silencio, la seguí por la calle desierta.
Al tocar sus dedos largos la puerta de su aposento, la abordé con timidez y, al mirarla de cerca, mi corazón latió aceleradamente al contemplar, que era ella, la misma mujer que robó, por una eternidad, mis sueños.
Salvo que ahora, era otro el espíritu que la animaba.
Al hablarme, su voz, era muy distinta a los sonidos alegres de los labios que susurraban mi nombre, en el lejano ayer.
Retornó, sin duda, su cuerpo a la vida, no así el aliento que colmó mis más caras ilusiones.
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