Era serena, callada, soñadora.
Trigueña, nariz pronunciada, cabello largo y encanecido.
De niño la vi, de adolescente la vi también, cuando joven la vi siempre y al envejecer no la volví a ver.
Ella ya no estaba.
Era serena, callada, soñadora.
Fuerte y vigorosa cuando nuestro hermano vivía. Alegre al echarle su bendición y ofrendarle el beso de todas las mañanas.
Al morir él, su espíritu convertido en una rosa blanca, se integró a su féretro.
La vimos al transcurrir las horas, los días, los años; al fin de la jornada su alma fue envuelta por sentimientos incurables, cubierto de pliegues su rostro marchito, dibujado de tenues líneas el desvanecido cuerpo.
Era serena, callada, soñadora.
Una mañana la notamos triste. Voz queda. Constreñida su endeble humanidad.
Sudaba. Su cuarto se llenó de frases incoherentes. Y frente a sus hijos, con la mirada vivaz de los primeros años; con su brazo huesudo y enhiesto, nos echó su última bendición.
Era serena, callada, soñadora.
Ya no la vemos inmersa en las nubes de la vida; ya no besamos sus arrugadas mejillas, ya no la sentimos deslizarse por los parajes solitarios de su eterno atardecer.
Lo que si oteamos en el horizonte es el halo de su figura bienhechora, todos los días, todas las noches, todos los instantes…
Serena y callada se fue nuestra madre.
Callada, junto a Dios, vivirá por siempre…
ERES EXELENTE
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