martes, 1 de noviembre de 2011

El Libro Rojo





Un día de Septiembre, la observé con la atención que pone un niño al juguete que satisface sus inquietudes. De baja estatura, piel blanca como la que cubre en invierno el armiño. Tan blanca era que los rayos del sol rompieron, sin clemencia, la tersura de su cara sembrando de hoyos negros su piel de niña. Su cuerpo todo era armonía y sus miembros inferiores escondidos en un largo traje oscuro, dejaban a la imaginación su belleza pura y cristalina.

Ella me miró sin prestar atención al ser que la había dibujado, por completo, en un segundo. Se sentaba en el centro del atropellado grupo de trabajadores que asistía sólo por las noches al Liceo, porque el quehacer diario así se los imponía. El tiempo pasó inadvertido. El ir y venir de los días fueron adelgazando el calendario que guardaba en uno de los bolsillos. Sólo me animaba la pasión por la enseñanza de esos jóvenes que, con mucho tesón y sacrificios, deseaban superarse intelectualmente.

Al finalizar las clases se aproximaba a mí, en muchas ocasiones; con mirada furtiva, a preguntarme algo que no había comprendido. Yo si notaba que, aunque no la mirase fijamente ella si lo hacía. Pasaron semanas enteras y, cada día de cada clase, la mujer cuyas virtudes recuerdo como el primer día, posaba en mí su mirar esquivo y, muchas veces, sin preguntarme nada venía y se iba.

Terminó el semestre. Las vacaciones vinieron. El nuevo período escolar llegó y, la historia de la joven de mirada esquiva, de la piel tostada por sol y de piernas escondidas, mantuvo su presencia en un aula arrollada por la somnolencia de una juventud que, a pesar de la rutina diaria, agotaba toda su energía en procura de mejores designios.

Después de la primera noche en la que vi de nuevo su rostro, contemplé su cuerpo y escuché su apagada voz, fueron más frecuentes las miradas suyas que se encontraban con las miradas mías. Una noche calurosa y seca ella me extendió su mano y yo la cubrí con las manos mías. Entonces noté la extraña palidez de su rostro y un temblor que, como descargas de luz sentí en su cuerpo que se apoderó del mío. Y, con voz entrecortada me dijo: “...profesor mañana...le regalaré un libro; es el libro de mi vida que usted conmigo...ha compartido”.

Presuroso regresé a mi casa. Largas se hicieron las horas de ese día. Mi mente estaba intranquila. Sólo deseaba que llegase el instante de volverla a ver frente a mí con el libro prometido. Al llegar al escritorio que guardaba muchos de mis secretos y desvaríos, un cuaderno grueso y empastado de color rojo, esperaba mi llegada. En verdad el libro estaba. Ella había partido.

Por fortuna no hubo clases esa noche. Tomé aquel regalo, lo encerré entre mis libros y corrí hacia un lugar escondido para posar, sin testigos, mis ojos exhaustos sobre sus páginas cargadas de signos.

Fui desmenuzando, palabra por palabra, línea por línea, aquel monumento al amor, al lenguaje y a la poesía. Leí, con suprema avidez, lo que cada página contenía, repitiendo en mis adentros cada frase, cada sustantivo, cada verbo allí impresos que eran llamas encendidas. Era el amor imaginario que ella, tantas veces y por tantos días, había compartido conmigo.

Comenzó su inédito relato desde el día en que mis ojos se posaron en los suyos. Cada una de sus hermosas páginas guardaba un capítulo de una historia de amor cargada de dulces momentos que ni ella ni yo, en la realidad, vivimos. Era tan puro el amor que sus páginas describían que si el amor entre ella y yo hubiese en verdad existido, pienso que tal vez no hubiese sido tan real como el amor imaginario que las páginas del libro rojo esculpía.

Fue tan ardiente el amor imaginario que ella y yo compartimos, y parecía tan auténtico su contenido, sus palabras y sus gestos; las palabras y los gestos míos, que sin duda su mente entró en la mía y la mía entró en la suya, para convertir lo escrito en ese libro en la inenarrable realidad de nuestros destinos.

Los años transcurridos fueron cubriendo con un manto indeleble las huellas de tan felices momentos que tantas y profundas raíces habían sembrado en mi existencia. Ella voló hacia otros surcos del camino. Y yo la envolví, sin proponérmelo, en los ingratos nubarrones del olvido.

El libro color sangre que, con tanto celo había guardado mi alma, lo puse en uno de los estantes de mi biblioteca, detrás de otros libros, para que el libro rojo, de amor encendido, pasara desapercibido ante la mirada de quienes no entenderían el mensaje cautivador que sus páginas escondían.

Cuando por las noches lleno de dolor y deprimido me hallaba, buscaba desesperado el libro que tantos recuerdos me traía para introducirme de nuevo en un mundo de ensueños tan divinos, que la tristeza que me agobiaba escapaba veloz y se perdía en la oscuridad infinita.

La paz en él siempre encontraba. Me olvidé del Libro Rojo por un tiempo, hasta que una mañana, mientras acomodaba mi estudio, encontré al más amado testigo de mi vida destruido por el descuido. De sus hojas mohosas y descoloridas rescaté algunos fragmentos que conservo todavía.

Cruel final el del Libro Rojo, escrito con tanto afecto, por una mujer que anhelo saber en dónde se encuentra para rogarle que, si en su memoria conserva la feliz historia que volcó en su obra imaginaria, ¡Por Dios¡ que me la cuente para que vuelva a hacer de mi el más ferviente cautivador de sus inolvidables contenidos.

1 comentario:

  1. CREO QUE QUIENES HEMOS TENIDO LA FORTUNA DE FORMAR NUEVAS GENERACIONES, PASAMOS POR LA VIDA RECORDANDO ESAS INOLVIDABLES MIRADAS. MÁS SIN LA SUERTE SUYA DE OBTENER A CAMBIO UN MUY VALORADO "LIBRO ROJO". SALUDOS Y BENDICIONES, AMIGO!

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